Dibujo: Ana del Arenal |
Eran tres hermanos cerditos a quienes les gustaba mucho ir a
la escuela. Tenían cada uno una mochila preciosa con su nombre, en la que
guardaban su estuche, el cuaderno y un libro de lectura.
Se levantaban muy temprano por la mañana para desayunar una
manzana muy madura, casi casi pocha, y un buen vaso de leche que bebían con una
pajita haciendo mucho ruido.
Un día, volviendo de la escuela, pasaron delante de un gran
charco lleno de lodo. Con lo que les gustaba a ellos bañarse en el lodo, no lo
dudaron, se quitaron las mochilas y saltaron al charco, a la de una, a las dos y
a las tres. Jugaron durante horas y horas, manchándose de lodo.
Cuando empezó a atardecer y casi ya no quedaba lodo en el
charco, se dieron cuenta de que se había hecho muy tarde y de que sus padres
estarían preocupados en casa esperándoles. Debían de pensar en alguna excusa
para explicar porqué llegaban tan tarde.
Por el camino fueron discutiendo. El mayor decía que podían
inventarse que les había entretenido un lobo por el camino, el mediano que se había roto el puente por el que
siempre pasaban para llegar a casa y el pequeño dijo que lo mejor era decir la
verdad.
Y cuando llegaron a casa, sin pensarlo, les contaron a sus
padres lo bien que se lo habían pasado jugando en el lodo y que por eso se les
había hecho tarde. Y como al papa cerdo y a la mamá cerda también les encantaba
el lodo, les preguntaron dónde estaba ese hermoso charco ¡para ir todos juntos
a darse un chapuzón!
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